15 días por Marruecos con una Royal Enfield Himalayan (III)

15 días por Marruecos con una Royal Enfield Himalayan (III)

Bajando hacia el desierto


Tiempo de lectura: 19 min.

Avanzo hacia el sur. Marruecos es un país alargado y atravesarlo de arriba a abajo es algo que te puede llevar fácil más de dos jornadas como te tomes las cosas con calma. El estado de las carreteras no ayuda, y según como esté el tráfico, atravesar algunos pueblos y ciudades puede llegar a ser dramático en tiempo.

Dicho lo cual… me tomo las cosas con calma. Me he dado dos jornadas para llegar al desierto, a Merzouga, así que con cubrir 350 Km en cada una lo tengo hecho. La carretera está trufada con tramos de obras cada pocos kilómetros: reasfaltar, construir arcenes antes inexistentes, puentes por donde antes la calzada atravesaba cauces secos, o rediseñar el trazado para quitar curvas feas.

El país parece un estado de obras perpetuas. Es como si quisieran llegar de golpe a la modernidad, y lo cierto es que lo van consiguiendo. De un año a otro se pueden palpar las mejoras en las vías del país vecino. La economía Marroquí va viento en popa gracias al turismo, la agricultura y al cada vez más importante sector de la automoción como principales motores.

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Kilómetro a kilómetro voy avanzando absorto en mi yo interior, en mis pensamientos, imaginando lo que me deparará la jornada. Como salidos de la nada, un grupo de moteros me adelanta a toda velocidad. ¡Son los polacos! Se ve que han madrugado menos que yo. ¡Pero maldición! sus motos corren más. Les hago las uves de rigor, confiando en que se acordarán de mi, de cuando compartimos cola para subir al ferry el día anterior.

Marruecos es un país de contrastes. La parte noroeste es verde y algo montañosa. En ella puedes cruzar ríos más o menos caudalosos, atravesar bosques y también interminables tierras de labranza. Sin embargo, a medida que te alejas hacia el sudeste la cosa se va poniendo cada vez más árida. El punto de no retorno es la cordillera del Atlas, lo que verdaderamente marca la frontera entre el Marruecos verde y el marruecos del “barro” como yo lo llamo.

Curvas, rectas, otra vez curvas, e innumerables desvíos provisionales sin asfaltar. Este tramo del viaje se puede hacer con cualquier tipo de moto si vas con un poco de cuidado, pero el hecho de ir con una trail me permite pasar por los numerosos tramos de tierra a toda mecha, adelantando a los cautelosos conductores enlatados ya que la suspensión y las ruedas mixtas me ponen las cosas bien fáciles.

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Hablando de ruedas, me he bajado con una pareja de neumáticos de tacos desde España cargados en el petate: unos Mitas E09 Dakar. Mi idea principal al planificar este viaje era la de darle caña a la Royal Enfield Himalayan en offroad, pero caña de verdad.

Lo que más me preocupaba mientras iba recabando información desde la comodidad de mi casa era el paso de Ramlia, ubicado al sur del país, casi haciendo frontera con Argelia. El paso son cinco interminables kilómetros que atraviesan el cauce seco del rio Daorura y que están cubiertos de una profunda capa de fesh fesh, una arena de lo más fina, que casi parece harina y en la que si no vas con ruedas de tacos, estás perdido.

Mi idea es montar las Mitas en algún taller que vea por la carretera mientras voy bajando hacia el sur. No quiero retrasar mucho esta operación porque a medida que te acercas a Erfouz y a Merzouga, la afluencia de viajeros y turistas de la aventura es tal alta que los mecánicos se suben un poco a la parra a sabiendas de que vamos cargaditos de dinero.

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Mulay Idrís

Mulay Idrís es una ciudad pequeña ubicada sobre una loma y rodeada de montañas aún más altas. Cuando llego, el cielo está encapotado y con nubes bajas por lo que la estampa parece casi mágica. En Mulay Idrís el turismo masivo no ha hecho acto de presencia, aún.

El hecho de que esté alejada de los principales aeropuertos internacionales como Fez, Rabat o Marrakech la han preservado un poco más del “mochileo” de fin de semana. Eso hace que la experiencia de adentrarte en ella sea más auténtica y que puedas ver con tus propios ojos cómo es el Marruecos real, cómo viven los habitantes de este país cuando no está el turismo acaparando la atención de los locales y parte de la actividad económica, algo que distorsiona y modifica toda la experiencia.

Esta ciudad es conocida por dos cosas. La primera porque en ella está el santuario de la Dinastía Idrisí, la primera musulmana en establecerse en Marruecos. La historia dice que Idrisí I era bisnieto de Ali, y este a su vez era yerno del profeta Mahoma.

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Mulay Idrís – El santuario de la dinastía Idrisí es el edificio verde del centro

Es por eso que la ciudad tiene una cierta afluencia de peregrinos. Al santuario no se puede acceder si no eres musulmán, pero se puede ver muy bien desde alguna de las colinas altas que rodean la ciudad y la vista es espectacular.

El otro encanto son las ruinas romanas de Volubilis a un par de kilómetros. Recuerdo cuando las visité hace un par de años en compañía de una chica canadiense. Ella estaba impresionada por los mosaicos, las columnas, y el resto de edificios de 2000 años de antigüedad, a lo que yo la respondí: “bah, tengo algo parecido a 40 kilómetros de casa“.

Aún así, es una visita muy recomendable si tenéis tiempo. Te hace recordar lo mucho que partían la pana los romanos hace 2.000 años a lo largo y ancho del Mare Nostrum, y que su civilización no abarcaba únicamente Europa, sino que también dominaban todo el norte de África.

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Ruinas de Volubilis

Asciendo por la carretera que sube a Mulai Idrís y veo un taller de neumáticos ¡es mi oportunidad!. Creo que aún es un poco pronto para pasar a las ruedas de tacos, pero el ansia de estrenar zapatos nuevos y la curiosidad por ver qué tal van e irme haciendo a ellas es más fuerte.

Los talleres en Marruecos no son como los que conocemos en occidente. Muchas veces el local es diminuto y tiene sólo 10 ó 20 m2, lo justo para almacenar las herramientas y un pequeño stock de las piezas más corrientes que suelen fallar, y también de algunos neumáticos para cambiar (que casi siempre están ya usados).

Cuando llego, le están cambiando las gomas a un viejo Mercedes que está aparcado en el arcén de la carretera y levantado con un gato. Paro e intento hablar con el chaval que está trabajando. No entiende ni papa de inglés. Pruebo con el español, tampoco.

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No pasa nada, recurro al idioma universal: la mímica. Desato una rueda del petate y hago como que la coloco en la llanta, al lado de la que está montada ahora. El tío capisce en un femtosegundo, y como ve que soy un viajero, se pone manos a la obra, dándome prioridad y dejando el Mercedes a medias.

Saca cuatro llaves viejas, un par de maderos y empieza a desmontar la rueda. Es increíble la falta de herramienta que tiene esta gente, pero aún es más increíble cómo lo suplen con habilidad e ingenio. De la necesidad hacer virtud, que se dice. Malas noticias, comienza a chispear. Todo el operativo está teniendo lugar en la acera para peatones, así que toca mojarse.

En media hora ya tengo mis ruedas de tacos colocadas y las mixtas atrás, en el petate. Me pide cuatro euros por la operación, pero yo le doy algo más, que el tío se ha esforzado y además en España me pidieron 40 por hacer esto mismo.

Mucha lluvia, mucha “diversión”

Me marcho dirección a Mequinez o Mecknes como figura en los letreros, una de las cuatro ciudades imperiales del país. Mi experiencia previa con ruedas de tacos es casi nula, pero todo lo que he leído por Internet dice que con lluvia son una “castaña”. Para poner las cosas más emocionantes y peligrosas, las gomas son nuevas y tienen una pequeña capa de cera en la superficie que tardará unas decenas de kilómetros en desaparecer.

Es la tormenta perfecta, y no me refiero a la del cielo. En las primeras curvas tengo un par de sustos gordos. La moto no agarra nada, pero nada de nada. La situación se repite un par de veces. Voy a unos 80 Km/h y tengo que frenar algo para tomar el próximo giro, pero como no tengo grip, es acariciar la maneta y el pedal, y ya salta el ABS sin siquiera sentir que la moto se esté frenando.

Cuando tumbo ligeramente para tomar la curva pasa lo mismo, las ruedas se van lateralmente. Esto hace que no pueda inclinar prácticamente nada la moto y que la velocidad a la que puedo tomarlas sea ridículamente baja. En un par de ocasiones me tengo que abrir muchísimo, invadiendo el carril contrario y casi saliéndome por el arcén del otro lado. Suerte que no venía nadie.

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Es evidente que no puedo seguir así, pero estoy en medio de la nada y parar no es una opción. Mequinez está a sólo 20 kilómetros por lo que intentaré llegar hasta ahí, y si sigue lloviendo haré noche en ella, porque es imposible conducir así.

Comienzan los 20 kilómetros más difíciles, estresantes y agónicos de mi vida. Lo primero que hago es bajar mucho el ritmo, en ocasiones voy a 30 o 40 km/h. La velocidad es desesperante y me creo que puedo ir más alegre, pero en cuanto viene otra curva, la física me recuerda la dura realidad. La cosa va de anticiparse mucho a los giros y empezar a frenar muchísimo antes.

Al ir más despacio le voy cogiendo el juego a las gomas y comienzo a circular en esa delgada línea en la que las ruedas van teniendo pérdidas de agarre casi constantemente, pero como la velocidad no es muy elevada te da tiempo a corregir y mantener la situación bajo control. Suerte que la Royal Enfield Hiamlayan viene con ABS, de otra forma mis caídas en este tramo no se podrían haber contado con los dedos de una mano.

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Poco a poco el cielo va descampando, y el máster de conducción en condiciones de baja adherencia que me acabo de hacer consigue que me vaya sintiendo más confiado a los mandos. Llego a una rotonda y veo un restaurante. Parece algo pijo para los estándares marroquís, pero qué demonios ¡Quiero celebrar que sigo vivo!.

Tiene la típica parrilla en el exterior donde hay un chaval cocinando carne a la brasa. Dentro del edificio hay lo que podríamos considerar una especie de carnicería primitiva con la carne en un mostrador a temperatura ambiente o directamente colgada de ganchos en el techo. Por supuesto, las moscas son legión. Tengo que ir ahí y decir cuánta cantidad de carne quiero, y de qué tipo.

Como soy un ansias, pido medio kilo de cordero. El señor se pone manos a la obra. Un par de minutos después se lo lleva al chico de las brasas para que lo cocine. Yo me siento en la terracita, que ha vuelto a salir el sol. Mientras tanto voy saciando mi hambre con el pan y las olivas que una joven camarera ha puesto en mi mesa. Las aceitunas son el entrante universal de Marruecos.

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Cuando llega el cordero lo voy devorando con ansia. En estas llega un Audi blanco y reluciente al lugar, con matrícula francesa. Debe de ser el coche más limpio de todo el país. Se baja un hombre árabe de mediana edad, ataviado con reloj, gafas y ropajes caros. Del asiento de atrás se baja una anciana, también vestida de forma ostentosa.

Imagino que son marroquís de los que se fueron a Europa en busca de una vida mejor, y que de vez en cuando vuelven a su patria con el bolsillo mucho más cargado que el de sus conciudadanos. No he conocido esa época, pero me imagino que en la España de hace décadas se repetiría esta escena con los emigrantes Suizos cuando volvían a casa.

Tras una buena comilona y seis euros menos en el bolsillo (un poco caro) prosigo mi viaje. Atravieso Mequinez. Tiene fama de ser una de las ciudades menos seguras de Marruecos junto con su vecina Fez. El año pasado aquí me robaron el pasaporte así que en cierta medida puedo corroborar esta afirmación.

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Puerta Bab Mansour (Mekinez). Foto tomada en el anterior viaje que hice a Marruecos con mi Honda Wave 110 i (offroad edition)

Ya se huele el Atlas

Para bajar hacia el desierto desde Tánger hay dos posibilidades. Por Mequinez como estoy haciendo ahora, o desviándote ligeramente hacia el este para pasar por Fez. Mequinez es algo más corto en kilómetros, pero es cierto que como ciudad para visitar, Fez tiene más encanto y quizá más autenticidad con sus tres medinas, sus calles laberínticas en las que es imposible no perderse y su gran mezquita Universidad de Qarawiyyin.

Mequinez es algo más pequeña, pero también tiene su interés. Uno de sus mayores atractivos es la Plaza de Lahdim con la gran puerta Bab Mansour coronándola, que ocupa todo un lateral de la misma. Esta plaza no es tan grande como la mítica Plaza de Yamaa el Fna en Marrakech, pero aún así es el centro neurálgico de la ciudad y un bullir de actividad y cosas interesantes.

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Plaza de Lahdim en Mequinez

En cualquier caso, yo estoy de paso y no quiero hacer alto en ninguna de las dos, ya que me las conozco bien de viajes anteriores. Mi objetivo es el desierto, y atravesarlo con mi flamante Royal Enfield Himalayan. Sigo en Mequinez y son las cinco de la tarde. Echo números y creo que me da tiempo de llegar a Azrú con la última luz del día. No me demoro más y rosco el gas con decisión. Son unos 70 km sin grandes complicaciones.

Azrú es una ciudad atípica en Marruecos. Está a las faldas del Atlas y tiene un microclima bastante lluvioso. Es conocida por los majestuosos bosques de cedros que la rodean y que le dan un rollito muy de clima atlántico. Tras dar un par de horquillas cerradas, la veo allí abajo, metida en el valle y rodeada de montañas.

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Justo detrás de ella está el puerto de montaña que da el pistoletazo de salida a la cordillera del Atlas y que es muy conocido por la reserva de monos que viven en esos bosques, y que hacen las delicias de los turistas curiosos que paran a fotografiarlos. Eso es lo que me esperará mañana, pero hoy toca dormir en Azrú.

Entro por la avenida principal de la ciudad. Hay algo que me llama la atención de este sitio siempre que vengo. En cierta medida me recuerda un poco a Europa, a estar en casa, especialmente por la arquitectura, porque los edificios tienen tejas y tejados inclinados a dos y a cuatro aguas, algo realmente complicado de ver en Marruecos. La arquitectura se le da un aire a la nuestra, aunque si afinas el ojo ves ese barroquismo marroquí por todas partes. Es una mezcla curiosa.

Detengo mi motocicleta en el arcén y busco un hotel barato. Le he pillado el gusto a esto de improvisar y de no saber exactamente cual va a ser mi próximo movimiento hasta que no este justo empezándolo. Veo un establecimiento interesante: Hotel Escuela Ersat Azrou. Es una escuela de hostelería que da clase a chavales jóvenes y que también hace las vece de hotel. 18 euros. Es lo más barato que puedo encontrar en este pueblo y para allí que me voy.

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Fotografía cortesía de Rosa María Callejón

Más frío y lluvia: África no es como venía en el folleto

El día amanece gris, frío y nublado nuevamente. Me convenzo a mi mismo de que la cosa mejorará cuando crucemos el Atlas. Que estoy yendo hacia el sur y que en el sur siempre hace bueno. Después de un copioso desayuno con cruasanes, mantequilla, mermelada e ingentes cantidades de café, empiezo a colocar todo en la moto.

Mientras estoy en ello, los chavales empiezan a llegar a clase. Les llama la atención mi presencia y cómo voy atando todos mis bártulos a la moto con una tonelada de pulpos. Cuando lo tengo todo atado, le doy la llave al gerente, me despido y me dispongo a marchar. Al salir a la calle veo una horda de ovejas invadiéndolo todo. Creo que mejor me espero un ratito hasta que pase toda la estampida y ya si eso me voy yo después.

Es temprano, apenas son las diez y la ciudad todavía no ha despertado. Paro a comprar un poco de pan, y un par de plátanos (en uno de los pocos establecimientos que ya han abierto) por si me encuentro algún mono ahí arriba y puedo sobornarlo con comida para sacar una foto chula.

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Sigo mi camino en modo “blindaje máximo”: llevo el traje de lluvia, los guantes de invierno y varios polares por debajo. Realmente hace frío. Comienzo mi ascensión hacia el puerto. Lento pero seguro. El asfalto está húmedo y no se si incluso un poco más arriba habrá helado, ya que en la cumbre se alcanzan los 2.000 metros de altitud.

Al poco de salir de Azrú me engulle el bosque de cedros. Es una vegetación espesa y frondosa. A los rayos del sol les es imposible atravesarlo y casi parece que se ha vuelto a hacer de noche otra vez. Estos árboles tienen una apariencia como de bosque mágico de las películas, como si una vez que entraras fuera imposible salir. Es amenazador a la par que atrayente.

A media ascensión hay un cruce de caminos y una especie de explanada, que a horas menos intempestivas suele ser un bullir de turistas que paran a contemplar el bosque y a fotografiar a los monos. Además de los foráneos, hay una buena provisión de marroquís vendiendo cosas a sabiendas de que esta suele ser parada obligatoria de los turistas que bajan al desierto.

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Puedes encontrar diferentes puestos de comida, muy modestos pero económicos e ideales para llenar el buche. También hay gente vendiendo minerales, plátanos para dar de comer a lo monos, e incluso gente que cobra por dar paseos en burro.

No obstante son poco más de las nueve y tanto los turistas como los  comerciantes están aún en la cama. Sólo veo a un par de viejecillos sentados en una piedra y protegiéndose del frío como buenamente pueden con unos ponchos y capas, y acurrucándose mucho uno junto a otro. Esto es alta montaña y verdaderamente hace bastante frío, cerca de cero grados.

Quiero parar a husmear con los monos, pero no lo hago aquí para que esta buena gente no se levante a intentar venderme algo, cosa que por otra parte no iban a conseguir. Recorro unos cientos de metros más con la moto y paro para hacer unas fotos al bosque y de paso ver si pillo algún mono. Mala suerte. Los monos tampoco han madrugado.

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Fotografía cortesía de Rosa María Callejón

Sigo subiendo por el puerto y de repente lo veo. ¡Un mono en medio de la calzada! Hay una chica fotografiándolo así que me paro para no asustarle y que saque la foto. Luego ella me hace señas con la mano para que continúe. Creo que quiere sacarnos a los dos: a mi andando en moto y al mono.

Bueno, yo tiro para adelante y no me paro, que hace frío y quiero pasar el puerto cuanto antes. Sigo subiendo y ya empieza a escasear la vegetación. Salgo del bosque de cedros y ahora mismo es todo monte pelado con hierba baja y algunas lagunas de agua aquí y allá donde beben los rebaños de cabras.

Cuando llego a lo más alto veo incluso nieve en algunas lomas que rodean la carretera y también a los laterales de esta. No puedo evitarlo y meto la moto dentro de uno de estos parches. Todo por la foto, y de paso, minipunto para las ruedas de tacos en esta superficie. Pero no me puedo entretener a hacer mucho el tonto. Aún es pronto, pero tengo por delante 390 kilómetros hasta llegar al desierto y una buena ración de Atlas por delante.

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Parte 1 | Desde casa hasta África

Parte 2 | Tetuán

Parte 4 | Nuevos compañeros de ruta

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Sobre mí

Gonzalo Lara Camarón

Ingeniero de software a tiempo completo y apasionado del motor en mis ratos libres. Los coches me gustan desde que tengo memoria, pero fue descubrir las motos y la “enfermedad” fue a peor. Mi sueño es recorrer todos los rincones del mundo sobre dos ruedas.

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Jorge
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Jorge

Eres una máquina disfruto mucho de cada artículo.
Con esto demuestras q no hace falta motos de 20000 euros y 2000 en equipo para viajar y vivir aventuras a veces somos nosotros mismos los q nos ponemos trabas.lo dicho gran artículo


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