Dejaba el primer episodio de esta aventura justo al bajar del barco y enseñarle el pasaporte al policía que me lo ha pedido. El siguiente paso es dirigirme a las garitas de la aduana, donde otros policías con distinto uniforme se encargan de arreglarme los papeles de importación temporal de la moto y ya de paso revisar tu equipaje por si traes “cosas raras”.
Tras media hora de espera me devuelven mis documentos, más el permiso de importación temporal. El progreso llega a Marruecos. Ahora te dan una cuartilla con un código QR muy moderno. Recuerdo como la primera vez que vine, hace solo unos pocos años, este proceso era totalmente manual y no estaba informatizado.
Me entristece el cambio, porque sin los fríos cerebros informáticos, antaño los aduaneros siempre podían levantar un poco la mano en según qué situaciones o hacer la vista gorda si apelabas a su corazoncito. Ahora, como todo deja un rastro digital, están mucho más limitados en este aspecto.
En cualquier caso, guardo con celo los papeles como si me fuera la vida en ello, arranco y me voy pitando hacia la salida del recinto portuario. Un hombre me da el alto, como si fuese una autoridad, y yo con mi candidez de recien llegado paro, que no quiero meterme en líos.
Resulta que es un buscavidas que se dedica a cambiar euros por Dírhams y a vender tarjetas SIM de telefonía. Esto último me interesa, pero me pide 10 euros por ella, una estafa. Ya la compraré en el primer pueblo en el que pare. Primera trampa para turistas superada con éxito.
Salgo del puerto y me doy cuenta que aún no sé a dónde quiero ir. Una opción es Tánger, a 43 Km por una carretera costera sinuosa y divertida. El plan B es ir hacia Tetuán, ciudad menos turística y en parte gracias a eso, más auténtica. No me paro a pensarlo mucho.
Me apetece Tetuán y para allí que tiro cuando llego al cruce de ambas carreteras en Alcazarseguir o Ksar sgir como rezan los carteles. Es curioso como por esta zona se pueden encontrar vestigios de nombres españoles, fruto de la época del protectorado patrio en la región durante la primera mitad del siglo XX.
A Tetuán también se puede ir por la carretera de la costa, la N16. Si escoges esa ruta podrás pasar al lado del célebre peñón de Perejil, contemplar Ceuta desde el otro lado de la valla y también el paso del Tarajal, la frontera entre Ceuta y Castillejos.
Hace unos meses, en mi anterior viaje, fui por allí y me encontré a varios inmigrantes subsaharianos dispersos entre los peñascos y las rocas, imagino que escondiéndose de la gendarmería marroquí y a la espera de intentar el próximo “salto”.
Encontrarme con estos pobres desamparados me supuso un shock aquella vez. De repente mi gran aventura, mi gesta gloriosa, parecía un juego de niños, un paseo, una broma, en comparación con lo que habían tenido que vivir estos pobrecillos, y lo que les quedaba por delante.
Yo por el contrario viajaba con el pasaporte español en mi bolsillo, que me abre todas las puertas, y una cartera petada de euros, que si cabe, abre incluso más puertas todavía. En comparación es como jugar en modo fácil.
Volviendo al momento presente, tengo que darme prisa. Entre el trayecto en barco, y todo el periplo de la aduana, la noche se me está echando encima, y se de buena tinta que la conducción nocturna en Marruecos es de las cosas más estresantes y peligrosas que hay. Me doy prisa en mi trayecto hasta Tetuán, echando una carrera contra el atardecer por una carretera decrépita y estropeada que discurre entre valles y tierras de cultivo por zonas de baja montaña.
Entro a la ciudad con los últimos rayos de luz despidiéndose en el ocaso y mi cerebro se pone en modo aventura. Lo primero es lo primero: necesito “pasta” y comprar una tarjeta SIM. Tras un par de gabinetes de cambio en los que no les quedaba efectivo, encuentro un local en la Avenida 10 de Mayo que me cambia. 200 euros serán suficientes para ir tirando los próximos días. El hombre me devuelve algo más de 2.000 dirhams.
Estoy de suerte, justo en frente del local hay una tienda de telefonía. Para ahí que voy. Compro una SIM. El año pasado probé suerte con el operador INWI, aunque mi experiencia no fue muy buena en zonas apartadas donde la cobertura brillaba por su ausencia. Esta vez voy a lo seguro y cojo una tarjeta de Maroc Telecom, algo así como la Compañía Telefónica Nacional de España.
Ya tengo SIM. Estoy en línea. Reconozco que soy un poco adicto al móvil, pero es que por ese aparatito viene “toda” la información que puedo necesitar para continuar con la aventura. Habrá defensores de hacer las cosas a la vieja usanza y les entiendo perfectamente. Con suerte, lo mismo consigo ser uno de ellos en el futuro.
En parte el móvil es una herramienta que facilita demasiado las cosas y que nos aleja del maravilloso acto de preguntar a alguien cuando quieres saber algo. Se pierde parte de la magia. Pero también es cierto que el móvil nos mantiene unidos a casa. Es como el cordón umbilical con tu familia, con la civilización, con lo que pasa en tu país, y eso puede hacer que no te zambullas de lleno en el viaje, en la aventura, en lo que te rodea.
El plan es hacer noche en el Hotel África, un establecimiento que está metido en la medina antigua, cerca de la plaza de Hassan II. Hasta ahí no puedo llegar en moto, así que busco un garaje cercano a la plaza para que pase la noche.
La tarifa es más que razonable: 1€. De paso me quito de un plumazo a todos los buscavidas y gorrillas locales merodeándome porque “eh, amigo, yo tengo un conocido que tiene garaje aquí, ¿ok?, tu sígueme”, en cuyo caso tendría que pagar el precio del garaje más el del “conseguidor”. Estoy convencido que hay gente cuyo trabajo es estar en los cruces estratégicos de acceso al centro de la ciudad esperando que lleguen las “presas”.
Cojo el equipaje imprescindible para pasar la noche y tiro camino al hotel. Más buscavidas. Uno me dice que el África es un hotel muy sucio y que el dueño está siempre fumado (cosa que es cierta), que mejor al Mauritania que es de un amigo suyo y me hace precio. Yo le digo que no, que el dueño del África es un viejo conocido y quiero ver cómo le va la vida desde la última vez que pasé por ahí (en 2017).
Contrariado me deja, negando con la cabeza. Es habitual que esta gente se ofenda en mayor o menor medida cuando no les haces caso y pasas de ellos. Pero yo como si nada. Es la cuarta vez que bajo a Marruecos y mi corazón ya se ha endurecido lo suficiente. Ahora soy capaz de decir que no una y mil veces si hace falta a toda esta gente que en esencia lo único que quiere es tu dinero.
Es viernes por la noche y la ciudad es un bullir de actividad. Marruecos vive en las calles, siguiendo una filosofía de vida muy comunitaria, casi hasta tribal, a diferencia del encapsulamiento individualista que cada vez es más presente en España. Del trabajo a casa y de casa al trabajo, pero no se pare usted mucho en las calles con los amigos.
Avanzo por las calles del ensanche español, una zona de la ciudad con un cierto aroma europeo, fruto de la época del protectorado. Las calles son anchas, con buenas aceras y rectilíneas. En esta zona se pueden ver algunos vestigios fruto de nuestra estancia en estas tierras hace décadas como el Instituto Cervantes, el café Madrid, el Cine Español, el colegio Jacinto Benavente o la iglesia de la Victoria en la plaza Moulay El Mehdi (otrora plaza de Primo de Rivera).
Llego a la plaza de Hassan II, un enclave majestuoso y de grandes dimensiones pero que está vedado al público. Toda la plaza está vallada, excepto unas estrechas franjas laterales para que pueda pasar la gente y que conectan las diferentes calles que llegan al lugar. Todo está vigilado por una fuerte presencia militar. Al fondo se ve el palacio del Rey, Mohamed VI, motivo de semejante despliegue.
Me meto por una callejuela que entra en la medina antigua y sigo mi camino. El bullicio de la vida de la plaza va quedando enmudecido y la situación se va tornando más misteriosa y calmada por las oscuras y estrechas callejuelas. Recorro los últimos metros hasta mi destino, el Hotel África.
El Hotel África
Se trata de un edificio al estilo tradicional marroquí: una planta cuadrada con un patio interior en el medio que sube hasta la azotea, donde normalmente hay una cristalera para que entre la luz, aunque a veces, si la economía no lo permite, se deja al descubierto y se tapa con unas lonas en caso de que llueva, para que no entre el agua.
Todo el hotel se distribuye alrededor del patio, una estancia azulejada con unos cómodos sofás en el centro para tomar el té. En una de las paredes hay una fuente de la que emana un chorro de agua con parsimonia. El sonido del líquido cayendo inunda todo el lugar.
En el mismo sofá donde le vi por última vez, seguía el dueño del establecimiento, Nordin, con su pipa de Kifi, su tetera y su taza en la mesita del centro. Me alegro mucho al verle y sentir que todo está exactamente como lo dejé hace un par de años. El hotel Africa es de esos sitios que el paso del tiempo no va con ellos. Debe de ser el influjo místico del chorro de agua de la fuente, que protege a este lugar contra el bulldozer del progreso.
El único atisbo de modernidad de la estancia es un viejo router wifi tirado en el suelo en un rincón y por exigencias del turista occidental, imagino. Pero por lo demás, no verás ordenadores, ni impresoras ni televisión, ni atisbo alguno de aparato eléctrico más allá de una ornamentada lámpara que cuelga desde la cristalera del patio, dos pisos más arriba.
Unos minutos después de mi llegada, reparo que más atrás de mi anfitrión, en una estancia en penumbra, alejada del foco de luz, hay dos hombres más de mediana edad que también estaban la última vez que vine. Estos dos individuos nunca hablan, y aparentemente pasan sus días sin nada que hacer más allá de comer cuando tienen hambre y dormir cuando tienen sueño, ah, y fumar Kifi el resto de la jornada.
Saludo a Nordin con una sonrisa de oreja a oreja. Aunque no se acuerda de mí, deduce por mi comportamiento que ya había estado aquí ahí antes y lo primero que hace es invitarme a tomar asiento con él mientras me sirve un té.
Me chocó la primera vez que estuve y me vuelve a chocar esta. Soy un aventurero, tengo una misión que cumplir, un horario muy estricto que seguir, y no puedo perder ni un solo minuto de mis preciadísimas vacaciones. Quiero una habitación, quiero darme una ducha rápida y quiero salir a la calle a explorar la ciudad. ¡Tengo prisa maldición!
Pero las cosas no funcionan así en el hotel África. Se por mi anterior experiencia que lo mejor con este hombre es no atosigar ni apretarle, y dejar que las cosas sigan su tempo. Poco a poco me acomodo en el sofá, me tomo el té con calma y voy quedando lentamente relajado gracias al sonido hipnótico del chorro de agua golpeando contra la líquida superficie de la fuente.
Pasan los minutos. No sé cuántos. El tiempo de repente no parece importar ya tanto mientras voy dando sorbos de té. Una extraña paz interior va emanando dentro de mí, acompañada de una agradable sensación de bienestar
Me fijo en una fotografía colgada en un lateral. Es un retrato de mi anfitrión, muchos años atrás (posiblemente más de 20), donde se le ve disfrutando en las dunas del desierto. Pienso para mis adentros que Erg Chebbi, las dunas de Merzouga, ha sido y es un paraíso tanto para los viajeros nacionales como foráneos.
Imagino cómo sería mi vida si toda mi existencia se resumiera a vivir en el hotel África, tomando tazas de té, fumando Kifi, y escuchando la banda sonora del chorro de agua durante décadas. Es una posibilidad que en ese momento no me importaría en absoluto.
Le interpelo sobre qué tal le ha ido en estos años, y sobre si tiene alguna novedad. En apariencia todo sigue igual, pero hablando y hablando saco en claro dos cosas: que ya no va a Merzouga tan a menudo como antaño, y que prácticamente ha dejado de fumar Kifi, que así está más receptivo a los estímulos de la vida.
Al cabo de un tiempo indeterminado, cuando mi interlocutor ha alcanzado su particular nirvana, decide que ya puede atenderme y me hace rellenar un formulario de inscripción. La burocracia se acaba de cargar toda la magia, pero las normas son las normas. Pasar la noche serán 8 euros, y a cambio tengo suministro ilimitado de té durante mi estancia. Cojo el petate y me dirijo a mi habitación, la misma en la que estuve hace dos años.
Me encanta cómo es el estilo de construcción tradicional marroquí. Las familias hacen una casa, más o menos modesta, y a medida que las necesidades crecen y la economía lo permite, la van ampliando con nuevos módulos que casi nunca guardan armonía con lo construido previamente; con lo cual al final tienes una sensación de pastiche y caos mientras lo recorres.
Los pisos a veces no se corresponden unos con otros. Puedes estar en la segunda planta de una parte de la casa y que esta se corresponde con la planta 1,5 de la otra. Las escaleras hacen giros y quiebros imposibles y a veces hasta se van estrechando de forma sospechosa.
Llego a la terraza, donde está mi habitación. Se ve que el cuarto es de lo último que han construido, sobre el techo del edificio primigenio. Al lado tengo un cuchitril que hace las veces de cuarto de baño. Desde la terraza hay una vista bastante buena de Tetuán, y también de la Plaza de Hassan II.
Marruecos se vive en las calles
Salgo a la calle en busca de una peluquería. A veces pienso que las peluquerías en Marruecos son como los bares en España: hay una en cada esquina y siempre están llenas de hombres dentro de tertulia y haciendo chascarrillos.
Cortarme el pelo es una de esas cosas que siempre hago cuando vengo a Marruecos. Por 2€ tienes corte más afeitado a navaja, un chollo. Empiezo a recorrer las calles y mi presencia ya ha sido detectada por algunos “lapas” que se me pegan intentando parecer simpáticos y a decirme “Marhaba” todo el rato, bienvenido en árabe.
En el fondo ya sé lo que quieren, y para ahorrarles el tiempo les digo que no tengo dinero. Más caras largas y alguna que otra amenaza que no me asusta ya que sé que la cosa nunca pasa de ahí. Ceno en una especie de puesto de comida rápida. Es ideal porque me pido una especie de kebab o sándwich hecho con ingredientes naturales, y me lo puedo llevar para irlo comiendo mientras me doy una vuelta por ahí.
Son cerca de las 10 de la noche y todos los comercios están abiertos. La calle es un no parar y un bullicio de personas que van de aquí para allá, que se mezclan con el caótico tráfico rodado y que en general hace mucho ruido. Ah, Marruecos, te hace sentir vivo.
Al cabo de un rato me dirijo al cercano Parque Feddan, aunque más que un parque es una plaza muy diáfana y bastante más tranquila que la zona del ensanche. Me viene ideal para relajarme un rato y disfrutar del momento. Pasados unos minutos comienza a pintear, señal inequívoca de que hay que recoger.
Llego al hotel y hay una pareja hablando con Nordin. Ella es granadina y él es holandés, pero no sabe hablar la lengua de Cervantes. Empezamos una animada y caótica conversación que a ratos es en castellano y a ratos en inglés. El hombre vivió toda su juventud en Tetuán y es un viejo amigo de la infancia del dueño. Parece que se están poniendo al día de las “últimas” novedades tras varios años sin verse.
La conversación gira entorno a diferentes temas y lo que saco en claro es el desconocimiento recíproco que tenemos los unos de los otros. Nordin hace cábalas y suposiciones sesgadas, a mi juicio erróneas, sobre cómo es la vida en España, e imagino que yo hago otro tanto de lo mismo con la idiosincrasia marroquí. Es de esas veces en las que uno no va a convencer al otro y lo acepto con resignación.
Tras un rato que no se cuantificar, creo que por el influjo del chorro y su habilidad para curvar el espacio tiempo, me despido de mis interlocutores con la excusa de que mañana me espera una larga jornada por delante y me retiro a mi habitación.
Amanece nublado. Durante toda la noche he escuchado el repiquetear de la lluvia contra el techo de uralita que está dos metros por encima de mí. Seguramente la jornada de hoy estará pasada por agua, así que me voy mentalizando.
La verdad que no tengo muy claro cuál es el plan. Este viaje se está rigiendo un poco por la improvisación, por levantarme cada mañana y decidir a dónde quiero ir ese día. En principio la idea es bajar hasta Merzouga, intentar hacer el paso de Ramlia y luego subir hasta la zona de las gargantas del Todra y del Dades para continuar la aventura por el Atlas profundo, y quien sabe si llegar al mítico Circo de Jaffar. Una zona que no tengo tan explorada como me gustaría.
Kilómetros, quiero kilómetros
Pero bueno, ya se verá, de momento mi mente está fijada en el desierto como siguiente punto de control. Son 700 km desde Tetuán hasta Merzouga, imposibles de hacer en una sola jornada. Las carreteras de aquí no son como las españolas. En África todo va más despacio. Hago el petate y bajo. Me despido de Nordin y le deseo lo mejor, que ya nos veremos la próxima vez que vuelva, que volveré.
Ando rápido hasta el garaje donde tengo la moto. La lluvia me da una tregua, pero la calle está mojada con infinidad de charcos aquí y allá. Siempre que llueve en Marruecos tengo una agradable sensación. Es como si se limpiase un poco todo, que falta hace. El problema es que se genera un espeso barro al mezclarse el agua con el polvo y la suciedad. Cargo todo en la moto y me enfundo el traje de lluvia ya que está cantado que tarde o temprano el agua va a volver a hacer acto de presencia hoy.
Me alejo dejando atrás Tetuán por el retrovisor. La ruta que me espera es bien sencilla: N2 hasta Chefchaouen y después la larguísima N13 que me dejará en Erfoud, en la misma puerta del desierto. En esta primera parte del recorrido la carretera va ascendiendo por unas montañas bajas pobladas de árboles y con multitud de horquillas y curvitas que me animan a conducir alegremente.
La moto tira bien y el extra de peso que lleva no merma su estabilidad. No es que tenga una aceleración fulgurante, pero es en estas carreteras marroquís de doble sentido y repletas de cráteres, grietas, socavones sin asfaltar donde la Royal Enfield Himalayan saca todas sus bondades. La suspensión y la rueda de 21 pulgadas se comen todas las irregularidades sin rechistar y yo voy como en una alfombra voladora.
El cielo está gris, el ambiente húmedo y en cualquier momento puede romper a llover. Llego a Chefchaouen, también conocida como la perla azul de África. Una ciudad turística a las faldas de una gran montaña y que merece mucho la pena visitar por sus coloridas calles azul turquesa y su vitalidad general.
La ciudad sabe que su principal motor económico es el turismo y por eso todo está bastante limpio y cuidado de cara a atraer a viajeros extranjeros cargados de dinero. Ya la visité a fondo durante mi última vez en el país, por lo que decido no perder tiempo y continuar por la carretera que la bordea, camino hacia el sur.
Avanzo por el Marruecos verde, el Marruecos del norte. Veo prados con ganado y campos de cultivo, veo bosques y cruzo ríos caudalosos, una estampa que no es la clásica que nos imaginamos de este país y que cambiará radicalmente en cuanto cruce el Atlas. Pero eso será en el próximo capítulo.
Parte 1 | Desde casa hasta ÁfricaParte 3 | Bajando hacia el desierto
Parte 4 | Nuevos compañeros de ruta
Gonzalo Lara Camarón
Ingeniero de software a tiempo completo y apasionado del motor en mis ratos libres. Los coches me gustan desde que tengo memoria, pero fue descubrir las motos y la “enfermedad” fue a peor. Mi sueño es recorrer todos los rincones del mundo sobre dos ruedas.Gran reportaje, muchas gracias por contar la experiencia, se agradece y más en estos tiempos. Una pena que te lloviera. Lo del coche en mitad de la carretera brutal jaja.
Gracias por tu comentario Pedro. Que llueva también está bien hombre, te hace percibir las cosas de una manera diferente. Es como otro punto de vista. Si todo fuera perfecto, entonces nos quejaríamos de lo aburrido que resulta.
Un saludo!